Juliana no sabe cuántos años tiene, aunque diga que tiene trece. No sabe cuál es su nombre, aunque la llamen Juliana. Es Juliana A. R., aunque no sea cierto. Cuando se vive en la calle y los registros civiles desaparecen, se inventan otros nuevos. Juliana sólo sabe con certeza que es negra. Y, en apariencia, parece siempre feliz.
Cuando sale por la puerta de cristal de SOS Criança, en el barrio paulista del Brás, sus ropas negras casi brillan. Nada que ver con los colores de las paredes, que son rojos, verdes y amarillos, pero están desvaídos. Y la pintura se desprende de las esquinas y hasta los dibujos de niños risueños parecen tristes.
Ahora tiene clase de baile, de
dança de rua, con música rap. Se sienta en el escalón de la puerta del centro y espera a su profesor. Me siento a su lado.
-¿Tú ya has estado en Estados Unidos?
-No.
-Mi sueño es ir a Estados Unidos y conocer a Withney Houston- Juliana tiene otro sueño, pero todavía no lo cuenta- Tengo la misma voz que ella, ¿sabes? Pero primero tengo que aprender bien inglés.
Juliana acaba de salir de su clase de inglés. En SOS Criança los niños ganan su dinero así: van a sus clases -de inglés, de informática, de peluquería...- y por ello reciben unos puntos -crédito legal, se llama- con los que pueden hacer sus compras en el
shopping del centro. El dinero así deja de relacionarse con la limosna.
Juliana lleva una boina negra que oculta una espesa mata de pelo negro y muy rizado y sólo deja ver el cabello cortísimo de la nuca. Tiene dos cruces, una en cada oreja, y varios cordones negros alrededor del cuello. Es una niña curiosa y preguntona.
-¿Tienes dinero de España?
Le regalo dos monedas: una dorada, con un agujero en el medio, y una plateada, con la cara del Rey de España.
-¿Está muerto?
-No, está vivo.
-¿Fue él el que inventó la moneda?
Entonces sus compañeras, que se han ido parando también en la puerta, sueltan un “¡Ahhh, Juliana!” resignado. Pero Juliana parece no oírlas. Y continúa.
-¿Y qué hora es en España?
-Cinco horas más que aquí.
-¿Y cuando allí se hace de noche tú tienes sueño?
El coro repite la exclamación.
Una chica rubia con un mechón verde sobre la cara quiere probar mi tabaco. Enciende un cigarrillo y luego se lo pasa a Juliana. Ella le da una calada y me lo devuelve.
-No te preocupes, no tengo AIDS -se ríe mirando las caras a su alrededor- ni herpes.
Juliana ahora sólo fuma tabaco y, de vez en cuando, marihuana. Pero marihuana sólo cuando está contenta y encuentra a algunos colegas fumando en la calle. Cuando está triste no fuma nada. Ya no esnifa cola; dice que lo dejó hace tres años. Otra chica del grupo explica que la cola no sólo se consume por vicio. “Muchas veces los niños esnifan porque la cola nutre, no se siente hambre”.
Una furgoneta blanca se detiene frente a nosotras. Baja un chico alto y delgado, negro, con un bigote muy fino que se convierte en perilla y le rodea la boca. Es el profesor de baile. Juliana quiere que vaya con ella, pero no puede ser. De todos modos, quiere llevarme a la casa donde vive.
-Espérame aquí. A las tres yo vuelvo y te llevo.
Poco antes de las cuatro, las paredes rosadas de SOS Criança reciben golpes directos del sol. Se acerca una niña por la calle, pero no es Juliana.
Como el día, la niña lleva también un sol. Lo lleva en el centro del cuerpo, sobre el fondo blanco de una camiseta, además de unas bermudas de camuflaje y una camisa vaquera, con un desgarro pequeño en la espalda. La niña se detiene junto a la puerta. Se pone a hablar como si le sobrase el tiempo.
Se llama Rosángela S. S. y tiene trece años. Lo sabe con certeza. Aunque ahora está en la calle, ya vivió durante once años con sus padres, hasta que su madre murió. Tenía treinta años, pero Rosángela no lo dice así. Ella dice que este año cumpliría treinta y dos. Pero no quiere hablar de la causa. Ante la pregunta, se queda callada, con la vista baja y la cabeza un poco ladeada. Le digo que no tiene por qué contestar. Entonces levanta la cabeza y sonríe. Una de sus pocas sonrisas.
Rosángela todavía se droga con cola.
-¿Es por hambre?
-No, es para olvidar a mi padre.
Las palabras se quedan en el aire, un momento. Quizá sea porque Rosángela habla así, estirando la última palabra de cada frase, y baja la cabeza y la ladea como un gato mimoso.
-Él me traicionó, no cumplió su promesa de no darme una madrastra... por lo menos hasta que fuese mayor.
-Quizá él no tiene la culpa...
-La culpa la tiene Dios, que quiso que mi madre muriera. Y mi padre tiene la culpa por casarse con otra.
El padre de Rosángela trabaja en el banco Itaú. Tiene una casa y una finca, pero ella no quiere nada de eso si tiene que vivir con “esa mujer”. Piensa que su padre ya no la quiere como antes. La última vez que lo vio él estaba en la puerta de SOS Criança. Ella lo reconoció desde lejos y se escapó. Sólo volvería a casa si él se divorciara, dice.
Mientras espera vive en la calle, de la limosna. Durante un tiempo estuvo en una casa de abrigo, pero se escapó porque no le gustaba la gente que lo llevaba; eran monjas. Ahora duerme en un albergue de la Prefeitura, en la calle Gasómetro, donde abundan los tiroteos y la droga; un lugar sórdido. Quiere salir de allí y volver a un abrigo, aunque sea de monjas.
A Rosángela le encanta hacer teatro y de mayor quiere ser jueza. También quiere que los demás piensen que es una niña fuerte; por eso cuando llora, llora sola.
Me acompaña a la estación de Brás. Cuando nos despedimos, le señalo mi mejilla para que me dé un beso y Rosángela sonríe de nuevo.
Quizá Rosángela acabe en la casa de abrigo de Tatuapé, donde vive Juliana. Es una casa bonita a pesar de su abandono. Después de la verja oxidada y gris, el suelo se vuelve color teja hasta la entrada. La fachada de la casa es blanca y el arco que da paso al porche es azul pálido, como la ventana de arriba: los postigos están abiertos y el aire entra sin permiso por los huecos cuadrados que han perdido el cristal.
La puerta no tiene timbre; hay que golpear con los nudillos. Desde dentro llega un tintineo de llaves. Abre la puerta un chico alto y comienzan a aparecer cabezas por toda la sala. Parecen una tribu que examina al extranjero. Algunos niños están tumbados o sentados en el suelo; otros, recostados en los sofás. Todos cautivados, hasta ese momento, por el televisor.
Juliana se levanta al verme y tardo unos segundos en reconocerla. El pelo que la boina ocultaba el día anterior está ahora libre y voluminoso. No lleva ropa negra, sino una camiseta blanca como de andar por casa. Parece más niña así.
Me lleva a una esquina, hacia el interior de la casa, y me enseña su colgante nuevo: la moneda dorada y española con el agujero en el centro. Después de atravesar la cocina, más allá del pequeño patio interior, hay un despacho viejo y descuidado, como el resto de la casa. Allí está la educadora de guardia, que da permiso para que Juliana y yo charlemos un rato.
Arriba, al final de unas escaleras de madera, hay un cuarto de baño pequeño y dos dormitorios. En el de Juliana hay tres literas y su cama está junto a la ventana de postigos azules. La pintura de las paredes está levantada en las esquinas; en el suelo faltan algunas losetas.
-Ayer casi lloro cuando el profesor de baile me dijo que no podía ir a buscarte.
Juliana no es la misma del día anterior; ya no hay bromas ni preguntas encadenadas. Ya no parece siempre feliz.
-Juliana es un nombre bonito -dice- a mí me gusta, pero... yo quería saber mi nombre de verdad, el que me puso mi madre.
Los recuerdos más antiguos de Juliana vienen de la calle: las limosnas, la droga, los robos... Sus padres la abandonaron allí con sus dos hermanos. Ella sabe que es la mayor, aunque su hermano tenga también trece años.
-Yo creo que tengo más de trece, pero prefiero dejarlo así. Tengo miedo de decir que tengo más, porque me mandarían a otro abrigo, con gente mayor.
Cuando tenía más o menos dos años, Juliana volvió a nacer. Sus papeles se habían perdido y le hicieron unos nuevos: allí registraron una edad, un nombre y unos apellidos que no eran los suyos.
Los postigos azules siguen abiertos. Arriba no hay cenicero y la ceniza cae al suelo. Las colillas salen volando por la ventana.
Frente a la cama de Juliana hay un armario metálico cerrado con un candado. Juliana va a buscar la llave. Cuando abre las puertas, aparece el rostro de Withney Houston en la carátula de un disco, la banda sonora de
El guardaespaldas. Withney Houston es su sueño; uno de los dos. El otro, más grande todavía, es conocer a su madre. Los dos sueños se le mezclan a veces y Juliana sufre.
-Cada vez que veo
El guardaespaldas lloro. Siempre acabo pensando que quizá Withney Houston sea mi madre -dice- Me parezco un poco a ella y tenemos la misma voz...
Pero Juliana no necesita que Withney Houston sea su madre. Sólo quiere que su madre exista; sólo quiere conocerla.
-Cuando pienso en ella me siento sola. A veces pienso en cómo pudo abandonarme así... Pero si mi madre viniera a buscarme, yo me iría con ella y tendríamos una casa y viviríamos las dos juntas.
Los hermanos de Juliana ya se han olvidado un poco de todo eso. Ellos fueron adoptados; ya tienen una familia. Juliana estuvo viviendo un tiempo con uno de ellos, pero era demasiado rebelde y los padres adoptivos decidieron devolverla al abrigo por un tiempo para ver si le venía el juicio.
-Yo creo que ya tengo juicio.
-¿Se lo has dicho a ellos?
Se para un momento.
-Tengo miedo de que no me quieran.
La educadora del abrigo anuncia que ya se ha acabado la visita. Salimos al porche azul y blanco para despedirnos; pero antes, una foto. Juliana se coloca muy seria y posa como una modelo, pero cuando le paso el brazo por la espalda me abraza fuerte y pega su cara a la mía.
Al día siguiente, por la noche, Rosángela va dejando sus frases colgadas por la línea del teléfono.
-¡Tía! ¿Te acuerdas que hoy tenía que hablar con el juez? Pues me ha dicho que en menos de un mes estoy en una casa de abrigo -se la oye feliz- Y voy a volver a hacer teatro.
-¿Y vas a andar por la calle?
-No.
-¿Y la cola?
-Se acabó. Ahora voy a hacer todo
di-rei-tinho.
-Entonces, un beso.
-Otro.
(Sao Paulo, octubre de 1998)