terça-feira, 25 de março de 2008

Meninas

Juliana no sabe cuántos años tiene, aunque diga que tiene trece. No sabe cuál es su nombre, aunque la llamen Juliana. Es Juliana A. R., aunque no sea cierto. Cuando se vive en la calle y los registros civiles desaparecen, se inventan otros nuevos. Juliana sólo sabe con certeza que es negra. Y, en apariencia, parece siempre feliz.
Cuando sale por la puerta de cristal de SOS Criança, en el barrio paulista del Brás, sus ropas negras casi brillan. Nada que ver con los colores de las paredes, que son rojos, verdes y amarillos, pero están desvaídos. Y la pintura se desprende de las esquinas y hasta los dibujos de niños risueños parecen tristes.
Ahora tiene clase de baile, de dança de rua, con música rap. Se sienta en el escalón de la puerta del centro y espera a su profesor. Me siento a su lado.
-¿Tú ya has estado en Estados Unidos?
-No.
-Mi sueño es ir a Estados Unidos y conocer a Withney Houston- Juliana tiene otro sueño, pero todavía no lo cuenta- Tengo la misma voz que ella, ¿sabes? Pero primero tengo que aprender bien inglés.
Juliana acaba de salir de su clase de inglés. En SOS Criança los niños ganan su dinero así: van a sus clases -de inglés, de informática, de peluquería...- y por ello reciben unos puntos -crédito legal, se llama- con los que pueden hacer sus compras en el shopping del centro. El dinero así deja de relacionarse con la limosna.
Juliana lleva una boina negra que oculta una espesa mata de pelo negro y muy rizado y sólo deja ver el cabello cortísimo de la nuca. Tiene dos cruces, una en cada oreja, y varios cordones negros alrededor del cuello. Es una niña curiosa y preguntona.
-¿Tienes dinero de España?
Le regalo dos monedas: una dorada, con un agujero en el medio, y una plateada, con la cara del Rey de España.
-¿Está muerto?
-No, está vivo.
-¿Fue él el que inventó la moneda?
Entonces sus compañeras, que se han ido parando también en la puerta, sueltan un “¡Ahhh, Juliana!” resignado. Pero Juliana parece no oírlas. Y continúa.
-¿Y qué hora es en España?
-Cinco horas más que aquí.
-¿Y cuando allí se hace de noche tú tienes sueño?
El coro repite la exclamación.
Una chica rubia con un mechón verde sobre la cara quiere probar mi tabaco. Enciende un cigarrillo y luego se lo pasa a Juliana. Ella le da una calada y me lo devuelve.
-No te preocupes, no tengo AIDS -se ríe mirando las caras a su alrededor- ni herpes.
Juliana ahora sólo fuma tabaco y, de vez en cuando, marihuana. Pero marihuana sólo cuando está contenta y encuentra a algunos colegas fumando en la calle. Cuando está triste no fuma nada. Ya no esnifa cola; dice que lo dejó hace tres años. Otra chica del grupo explica que la cola no sólo se consume por vicio. “Muchas veces los niños esnifan porque la cola nutre, no se siente hambre”.
Una furgoneta blanca se detiene frente a nosotras. Baja un chico alto y delgado, negro, con un bigote muy fino que se convierte en perilla y le rodea la boca. Es el profesor de baile. Juliana quiere que vaya con ella, pero no puede ser. De todos modos, quiere llevarme a la casa donde vive.
-Espérame aquí. A las tres yo vuelvo y te llevo.

Poco antes de las cuatro, las paredes rosadas de SOS Criança reciben golpes directos del sol. Se acerca una niña por la calle, pero no es Juliana.
Como el día, la niña lleva también un sol. Lo lleva en el centro del cuerpo, sobre el fondo blanco de una camiseta, además de unas bermudas de camuflaje y una camisa vaquera, con un desgarro pequeño en la espalda. La niña se detiene junto a la puerta. Se pone a hablar como si le sobrase el tiempo.
Se llama Rosángela S. S. y tiene trece años. Lo sabe con certeza. Aunque ahora está en la calle, ya vivió durante once años con sus padres, hasta que su madre murió. Tenía treinta años, pero Rosángela no lo dice así. Ella dice que este año cumpliría treinta y dos. Pero no quiere hablar de la causa. Ante la pregunta, se queda callada, con la vista baja y la cabeza un poco ladeada. Le digo que no tiene por qué contestar. Entonces levanta la cabeza y sonríe. Una de sus pocas sonrisas.
Rosángela todavía se droga con cola.
-¿Es por hambre?
-No, es para olvidar a mi padre.
Las palabras se quedan en el aire, un momento. Quizá sea porque Rosángela habla así, estirando la última palabra de cada frase, y baja la cabeza y la ladea como un gato mimoso.
-Él me traicionó, no cumplió su promesa de no darme una madrastra... por lo menos hasta que fuese mayor.
-Quizá él no tiene la culpa...
-La culpa la tiene Dios, que quiso que mi madre muriera. Y mi padre tiene la culpa por casarse con otra.
El padre de Rosángela trabaja en el banco Itaú. Tiene una casa y una finca, pero ella no quiere nada de eso si tiene que vivir con “esa mujer”. Piensa que su padre ya no la quiere como antes. La última vez que lo vio él estaba en la puerta de SOS Criança. Ella lo reconoció desde lejos y se escapó. Sólo volvería a casa si él se divorciara, dice.
Mientras espera vive en la calle, de la limosna. Durante un tiempo estuvo en una casa de abrigo, pero se escapó porque no le gustaba la gente que lo llevaba; eran monjas. Ahora duerme en un albergue de la Prefeitura, en la calle Gasómetro, donde abundan los tiroteos y la droga; un lugar sórdido. Quiere salir de allí y volver a un abrigo, aunque sea de monjas.
A Rosángela le encanta hacer teatro y de mayor quiere ser jueza. También quiere que los demás piensen que es una niña fuerte; por eso cuando llora, llora sola.
Me acompaña a la estación de Brás. Cuando nos despedimos, le señalo mi mejilla para que me dé un beso y Rosángela sonríe de nuevo.

Quizá Rosángela acabe en la casa de abrigo de Tatuapé, donde vive Juliana. Es una casa bonita a pesar de su abandono. Después de la verja oxidada y gris, el suelo se vuelve color teja hasta la entrada. La fachada de la casa es blanca y el arco que da paso al porche es azul pálido, como la ventana de arriba: los postigos están abiertos y el aire entra sin permiso por los huecos cuadrados que han perdido el cristal.
La puerta no tiene timbre; hay que golpear con los nudillos. Desde dentro llega un tintineo de llaves. Abre la puerta un chico alto y comienzan a aparecer cabezas por toda la sala. Parecen una tribu que examina al extranjero. Algunos niños están tumbados o sentados en el suelo; otros, recostados en los sofás. Todos cautivados, hasta ese momento, por el televisor.
Juliana se levanta al verme y tardo unos segundos en reconocerla. El pelo que la boina ocultaba el día anterior está ahora libre y voluminoso. No lleva ropa negra, sino una camiseta blanca como de andar por casa. Parece más niña así.
Me lleva a una esquina, hacia el interior de la casa, y me enseña su colgante nuevo: la moneda dorada y española con el agujero en el centro. Después de atravesar la cocina, más allá del pequeño patio interior, hay un despacho viejo y descuidado, como el resto de la casa. Allí está la educadora de guardia, que da permiso para que Juliana y yo charlemos un rato.
Arriba, al final de unas escaleras de madera, hay un cuarto de baño pequeño y dos dormitorios. En el de Juliana hay tres literas y su cama está junto a la ventana de postigos azules. La pintura de las paredes está levantada en las esquinas; en el suelo faltan algunas losetas.
-Ayer casi lloro cuando el profesor de baile me dijo que no podía ir a buscarte.
Juliana no es la misma del día anterior; ya no hay bromas ni preguntas encadenadas. Ya no parece siempre feliz.
-Juliana es un nombre bonito -dice- a mí me gusta, pero... yo quería saber mi nombre de verdad, el que me puso mi madre.
Los recuerdos más antiguos de Juliana vienen de la calle: las limosnas, la droga, los robos... Sus padres la abandonaron allí con sus dos hermanos. Ella sabe que es la mayor, aunque su hermano tenga también trece años.
-Yo creo que tengo más de trece, pero prefiero dejarlo así. Tengo miedo de decir que tengo más, porque me mandarían a otro abrigo, con gente mayor.
Cuando tenía más o menos dos años, Juliana volvió a nacer. Sus papeles se habían perdido y le hicieron unos nuevos: allí registraron una edad, un nombre y unos apellidos que no eran los suyos.
Los postigos azules siguen abiertos. Arriba no hay cenicero y la ceniza cae al suelo. Las colillas salen volando por la ventana.
Frente a la cama de Juliana hay un armario metálico cerrado con un candado. Juliana va a buscar la llave. Cuando abre las puertas, aparece el rostro de Withney Houston en la carátula de un disco, la banda sonora de El guardaespaldas. Withney Houston es su sueño; uno de los dos. El otro, más grande todavía, es conocer a su madre. Los dos sueños se le mezclan a veces y Juliana sufre.
-Cada vez que veo El guardaespaldas lloro. Siempre acabo pensando que quizá Withney Houston sea mi madre -dice- Me parezco un poco a ella y tenemos la misma voz...
Pero Juliana no necesita que Withney Houston sea su madre. Sólo quiere que su madre exista; sólo quiere conocerla.
-Cuando pienso en ella me siento sola. A veces pienso en cómo pudo abandonarme así... Pero si mi madre viniera a buscarme, yo me iría con ella y tendríamos una casa y viviríamos las dos juntas.
Los hermanos de Juliana ya se han olvidado un poco de todo eso. Ellos fueron adoptados; ya tienen una familia. Juliana estuvo viviendo un tiempo con uno de ellos, pero era demasiado rebelde y los padres adoptivos decidieron devolverla al abrigo por un tiempo para ver si le venía el juicio.
-Yo creo que ya tengo juicio.
-¿Se lo has dicho a ellos?
Se para un momento.
-Tengo miedo de que no me quieran.
La educadora del abrigo anuncia que ya se ha acabado la visita. Salimos al porche azul y blanco para despedirnos; pero antes, una foto. Juliana se coloca muy seria y posa como una modelo, pero cuando le paso el brazo por la espalda me abraza fuerte y pega su cara a la mía.

Al día siguiente, por la noche, Rosángela va dejando sus frases colgadas por la línea del teléfono.
-¡Tía! ¿Te acuerdas que hoy tenía que hablar con el juez? Pues me ha dicho que en menos de un mes estoy en una casa de abrigo -se la oye feliz- Y voy a volver a hacer teatro.
-¿Y vas a andar por la calle?
-No.
-¿Y la cola?
-Se acabó. Ahora voy a hacer todo di-rei-tinho.
-Entonces, un beso.
-Otro.

(Sao Paulo, octubre de 1998)

sábado, 8 de março de 2008

Muller e medios

Hoxe, cando algúns decidiron obrigarnos a poñer a mente en branco e esquecer que é 8 de marzo, cedo este espazo gratuito para reproducir un artigo inédito dunha xornalista amiga. Se hoxe toca reflexionar, reflexionemos:

Divinas, muertas o putas

Me llamo Marcela, tengo 45 años y una hija de 16 que un día me pidió que la ayudara a ser famosa. Yo sólo quiero que mi niña sea feliz, pero no sabía cómo ayudarla, así que se lo conté preocupada a Inés, una clienta mía periodista que viene a hacerse la cera una vez al mes. “Con lo mona que es tu Tamara, Marcela, lo más fácil es que sea famosa como artista, como muerta o como puta”, me contestó ella y yo, de la impresión, le di tal tirón en la ingle que su grito resonó hasta en la sala de espera. “Bueno, bueno, no me hagas caso si no quieres –continuó dolorida-, pero coge cualquier periódico y tú mira”. Ni le contesté ni volví a hablarle ese día, pero no lo hice por enfado, como podría parecer, sino por la vergüenza de no saber qué replicarle, porque hasta ese día yo no leía periódicos.
A la mañana siguiente, antes de abrir la peluquería, me fui a un quiosco y me compré uno, uno que debía de venderse mucho, porque la pila de ejemplares le llegaba al quiosquero por encima de la rodilla. No me atreví a hojearlo hasta que me vi sola en la sala de estética con un café de máquina entre las manos. Entonces empecé a mirar y a contar, minuciosa, porque quería tener con qué callarle la boca a la enterada de Inés, pero al empezar a repasar las setenta y tantas páginas de aquel periódico la que quedó sin palabras fui yo. Presidentes de gobiernos, corbatas, ministros, trajes oscuros, ingenieros, jueces, bigotes, gemelos... fueron haciéndome subir y bajar la cabeza y entreabrir la boca mientras pensaba en lo difícil que iba a ser hacerle un hueco a mi niña entre aquellos tipejos, que aquel día sólo habían dejado un rectángulo para colgar su foto a una ministra, a la que, además, querían echar del Gobierno. No fue hasta bien pasada la mitad del periódico que empecé a ver un poco de luz para mi Tamara. En la página cincuenta y tantas salía una foto grande de una chica joven. Era guapa, de ojos verdes y una boca apenas coloreada de rojo. Tenía ojeras de chica mala, como de haber salido de copas, y decía en letras grandes: “Cuando haces strip-tease, tú eres tu propio agente”. Pero, en realidad, aquella muchacha era, además de ex stripper, sobre todo guionista y de lo que hablaba en la primera mitad de aquella noticia era de una película que iba a presentar en un festival de cine. No entendí bien aquello –sería, pensé, porque era novata leyendo periódicos- ni tampoco me convenció que mi hija llegase un día a ser tan famosa como para salir en un periódico y que después la recordasen cuando vendía hamburguesas los veranos en el McDonalds. “Tamara Fernández, artista y ex vendedora de hamburguesas”. Eso sí que no.
Pero no me desanimé y seguí avanzando hasta llegar poco después a una página que me gustó. Arriba ponía Gente y debajo salían fotos grandes, bonitas y –lo más importante- en las que salían mujeres: había una chica rubia y muy guapa, una actriz, al lado de un director viejo y feo; salía una señora mayor, que no era guapa ni famosa, pero que era la madre de un presidente de Gobierno; y en la foto más bonita de todas aparecía otra mujer, muy guapa y morena, también actriz, haciendo su “mejor papel”, según decía el periódico, que era el de tener en el regazo a una niña de dos meses que había tenido con un millonario francés. Ahí me quedé ese día, porque era ya la hora de abrir el negocio, y me quedé, además, satisfecha. ¡Cómo me hubiera gustado a mí ver a mi hija, con lo mona que es, saliendo en una foto de esas del periódico! Y con esa idea seguí todo el día, mientras pensaba cuál sería la forma más fácil de conseguir una carrera de artista para Tamara. Llegué a la noche cansada y sin ideas, porque mi hija es guapa y esbelta, pero no sabe cantar, no retiene nada en la cabeza -como para aprenderse un papel- y de tan alta que es anda como un pato mareado. Derrotada y decidida a no pensar más, me tiré en el sofá, encendí la tele y encontré, para mi sorpresa, lo que me pareció la solución. A esa hora estaban poniendo un concurso del que ya me había hablado la niña, en el que salen jovencitas que quieren ser modelos, y, entusiasmada, me incorporé en el sofá para no perder detalle de aquel trampolín que podía hacer de mi hija una famosa feliz. Aquellas chicas eran preciosas y un poco bobas, como Tamara, pero en lugar de mimarlas, los del programa las llamaban estúpidas, las hacían bajar por escaleras o llevar libros en la cabeza hasta hacerlas llorar y con palabras soberbias les decían que tenían que ser humildes. Y algunas, como mi hija, no tenían ni edad para votar.
Ya sé que era un abuso del todo, pero al ver a aquellas chicas se me quedó el corazón encogido y sin pensarlo más busqué en la agenda de las clientas y llamé a Inés, que siempre trabaja hasta tarde. “¿Pero no hay un teléfono del menor y las leyes dicen que no se puede maltratar a los chavales?”, fue una de las muchas interrogaciones que me salió atropellada de la boca mientras le contaba lo que había visto y le juraba que mi hija no pasaría por eso. “Lo importante es el espectáculo, mi querida peluquera, ¡qué más darán los menores y sus maltratos psicológicos! Maltrato es que tú le des una bofetada a Tamara, no que la lleves a un programa de televisión donde la humillan, la exhiben y la insultan ¡Eso no, querida!”, me dijo ella. Le pedí perdón por llamarla a esas horas, pero le confesé que estaba muy preocupada por la felicidad de Tamara y por su futura fama, que veía tambalearse. “Yo te di tres soluciones, Marcela, y si la primera quizá no es la más fácil, te aseguro que la segunda funciona. Aquí estoy yo a estas horas montando una página a cinco columnas con una chiquita a la que ha matado su novio porque no quería casarse con ella. Eso también vende, al menos por ahora, y además va con foto”, me explicó Inés, aunque las dos coincidimos en que quizá era una gloria demasiada efímera para lo que mi niña necesitaba. “Pues ya sabes cuál es el tercer camino –me sugirió Inés antes de colgar-; echa otro vistazo al periódico, a ver si te inspiras”.
Al día siguiente, sólo por curiosidad, cogí otro diario en el quiosco, también de mucha tirada, según parecía, pero me convencí de que en esa ocasión Inés se equivocaba. En una página entera, después de pasar otras muchas con fotos de hombres trajeados, el periódico hablaba de las prostitutas y decía muchas cosas que me dejaron espeluznada. Contaba, por ejemplo que, según la policía, el 85% de las mujeres que ejercen la prostitución en España no lo hace de forma voluntaria y que más o menos la misma proporción de ellas son extranjeras; que la Organización de Naciones Unidas (ONU), estima además, que al año en el mundo son compradas y vendidas unos cuatro millones de mujeres y niñas y son obligadas a ser prostitutas, esclavas o esposas; y que la mayoría de las 500.000 mujeres introducidas en Europa Occidental para ejercer la prostitución son inmigrantes traídas por las mafias, sin saber muchas veces a qué vienen ni en qué condiciones van a vivir. Al lado de estos datos un periodista escribía una columna en la que denunciaba la continua violación de los derechos humanos que gobiernos, sociedades y usuarios de la prostitución están tolerando y hasta alentando.
“¿Pero qué me estás contando de prostitutas que salen en los periódicos, tunanta?”, le espeté a Inés en cuanto llegué al final de la información y pude coger el teléfono. La pobre tardó en reaccionar un rato y cuando lo hizo me colgó el teléfono porque eran las ocho menos cuarto de la mañana, pero a la hora del vermú me llamó, comprensiva, para saber qué había ocurrido. Le conté lo que había leído de la prostitución. “No tenía previsto meter a mi hija de puta, pero tampoco me cuentes que las que más salen en los periódicos son ellas, hija...”, protesté, pero Inés, que sigue sabiendo más que yo de muchas cosas, me abrió otra vez los ojos. “Coge el periódico otra vez, mujer, y busca más adelante. Bien que no quieras meterla puta, pero recuerda que hay quien dice que es una profesión como otra cualquiera y que sepas, además, que es el segundo negocio más lucrativo del mundo, por detrás del tráfico de armas y por delante del de drogas, aunque creo que no para las prostitutas, no sé por qué será...”, me ilustró por la línea telefónica mientras yo le arrebataba el periódico a una clienta a cambio del Hola. Pasé las hojas con ansia y enseguida supe lo que Inés me había mandado buscar. En dos páginas con letras minúsculas, de anuncio de pisos, varias docenas de mujeres y un par de hombres enseñaban en fotos pequeñitas sus culos, sus pechos, sus lenguas, sus proporciones, sus prestaciones... “¿Pero esto sale siempre?”, pregunté sin intentar ocultar ya mi ignorancia sobre la prensa. “Menos de lo que les gustaría a quien los cobra, supongo...” Pero no la dejé seguir porque las preguntas se me acumulaban: “¿Pero para sacar esto no tienen que poner No Recomendado para Menores de... como hacen con las películas o los videojuegos? ¿Pero no se supone que los niños tienen que aprender a leer periódicos para no ser unos desinformados como yo? ¿Pero no decían que esto era una lacra y que los derechos humanos y que bla bla bla...?, dije hasta quedarme sin aire. “¿Pero tú sabes lo que es el dinero, mi reina? ¿Tú sabes que en un periódico importante cada palabra cuesta lo mismo que un café y que una página tiene 1.500 o 1.600 cafés y que un periódico de los grandes tiene a veces tres páginas o cuatro llenas de cafés y que todos esos cafés en un año suman, pongamos, tres, cuatro, cinco millones de euros? ¿Me puedes decir a quién le va a importar que el café sea malo para el corazón, bonita, sobre todo si el corazón es de otro o, más bien, de otras?”. El periódico se me deshizo en las manos, mientras con el hombro mantenía el teléfono junto a la oreja, incapaz de hablar. “Lo que yo te diga, Marcela, para estar en el papel prensa, divina, muerta o puta; es lo que hay”. Y tanta razón tenía que lo único que alcancé a pensar entonces, al acordarme de la felicidad de Tamara, fue: “¿Y por qué no habría salido niño?”.